"Mi primer recuerdo de felicidad, cuando era una mocosa huesuda y desgreñada,
es moverme al son de los tambores y ésa es también mi más reciente felicidad, porque anoche estuve en la plaza del Congo bailando y bailando, sin pensamientos en la cabeza, y hoy mi cuerpo está caliente y cansado".
"La música es un viento que se lleva los años, los recuerdos y el temor,
ese animal agazapado que tengo adentro. Con los tambores desaparece la Zarité de
todos los días y vuelvo a ser la niña que danzaba cuando apenas sabía caminar.
Golpeo el suelo con las plantas de los pies y la vida me sube por las piernas, me recorre el esqueleto, se apodera de mí, me quita la desazón y me endulza la memoria.
El mundo se estremece. El ritmo nace en la isla bajo el mar, sacude la tierra,
me atraviesa como un relámpago y se va al cielo llevándose mis pesares para que Papa Bondye los mastique, se los trague y me deje limpia y contenta. Los tambores vencen al miedo. Los tambores son la herencia de mi madre, la fuerza de Guinea que está en mi sangre.
Nadie puede conmigo entonces, me vuelvo arrolladora como Erzuli, loa del amor,
y más veloz que el látigo. Castañetean las conchas en mis tobillos y
muñecas, preguntan las calabazas, contestan los tambores Djembes con su voz de
bosque y los timbales con su voz de metal, invitan los Djun Djuns
que saben hablar y ronca el gran Maman cuando lo golpean para llamar a los loas. Los tambores son sagrados, a través de ellos hablan los loas".
«Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre… mientras baila»,
me decía. Yo he bailado siempre.
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